Pedro A. de Alarcón, por la escultora Mariángeles Lázaro Guil


Pedro A. de Alarcón, por la escultora Mariángeles Lázaro Guil

IDEAL, Página 5, 20/Sept./1997
por Antonio Enrique


Portada IDEAL, Página 5, 20/Sept./1997 ©Archivo GUIL 2025

Hacia los cuarenta de su edad -año arriba, año abajo-, Pedro A. de Alarcón ha vivido tanto, tan numerosas han sido las vicisitudes de su existencia, que de él bien pudiera decirse ser dueño de su rostro y semblante. Repetidamente ha arriesgado su vida y con certeza una vez le ha sido perdonada; ha tenido cuatro hijos, de los que ya han muerto dos; ha fundado periódicos y hostigado a todo poder establecido: de revolucionario ha ido, no obstante, adoptando actitudes más moderadas.
Ha viajado por Italia y Marruecos, así como por gran parte de la Península; ha desempeñado los cargos de diputado electo, consejero de Estado y ministro plenipotenciario, pero también conoce el destierro. Ha fracasado en el teatro, pero obtenido un éxito sin precedentes con el Diario de un testigo de la guerra de Africa. De sí mismo, y hablando de estos años, el propio Alarcón dirá: «¡Era otro hombre! Y, sin embargo, no fui otro escritor».


Foto: Chules (©Archivo GUIL 2025)


Este «pura sangre» de la literatura, que ya ha publicado algunas de sus obras esenciales -El escándalo, El sombrero de tres picos- y se dispone a consolidar su prestigio con El niño de la bola o La pródiga, que guarda celosamente para sí su intimidad más profunda, este Pedro Antonio al que ya comienzan a sobrearle demasiados recuerdos, que se acuesta a las ocho de la tarde para levantarse para escribir a la una de la madrugada, es el que la escultora María Angeles Lázaro Guil ha captado con mirada hábil y gubia certera: un Alarcón asendereado por el vendaval de las agitadas ideas de la época, astuto, elocuente, sensible, contradictorio, pero al que la vida le va pesando y mucho.


Es un Alarcón el de este instante -a primera vista se ve- que, aunque delgado nunca fuera, no va sino a dilatar las hechuras de su cuerpo (y de su alma, diríamos), víctima de la polisarcia, esa enfermedad que con otro nombre se le suele llamar gordura falsa.


Es cordial, generoso, imprevisible. Se ha dejado la vida en los caminos a bordo de aquellas diligencias que hacían noche en las ventas. En agilidad, tensión y pulso narrativo pocos le ganan, mucho menos en la empatía arrolladora para con los lectores. Es un zorro a la hora de detectar el interés humano de un argumento y un galgo para perseguirlo hasta el desenlace. Su voz suena siempre cercana, pero proviene del misterio.


Página 5 (©Archivo GUIL 2025) 


Y vemos aquí -pulido, armonioso- un rostro poseído por un íntimo afán, que invariablemente le lleva a la insatisfacción: en el semblante aguileño, de inequívoca contextura norteafricana, destacan de entre el boscaje la barba raudal, la nariz fuerte, como hecha a los grandes anhelos y el cráneo potente y -en contraposición- la boca pequeña, sensual, las mejillas austeras.


Esto, sin embargo, es el arco supra orbital lo que, en grado señero, atrae la atención. Aquí en este saliente óseo gravita el peso anímico de este hombre de personalidad robusta como la de pocos de sus contemporáneos. Es terco, pero también bizarro, bien se ve. Son unas cejas perfiladas -un tanto aquilinas, mefistofélicas- y un surco aterrador, sesgando de arriba hacia abajo. En este pliegue del ceño puede que radique todo cuanto nunca nos dijo de sí. Es una ofuscación, el rastro de un ensueño permanente. Cierta melancolía. El signo esta espina entre ambos ojos de cuantos no pueden sustraerse al destino implacable.


Accitana de adopción, empeñada en la titánica tarea de recuperar su legado monumental, esta escultora (a quien se deben, entre otras, las tallas de los Varones Apostólicos de la Catedral) nos ofrece una visión humana del escritor donde resuena aquel Guadix que le obsesionaba y fascinaba. Cien horas estuvo Lázaro Guil a su labor. Mirándola, rotunda, en este mármol cálido de Macael que extrae de la luz escintilaciones sorprendentes, reparando en esos ojos hipnóticos, perdidos en la inmensidad de su propio carácter indomable, ojos hechos a afrontar el sol, tal vez pienso pueda adivinarse qué se dijeron entre ambos.


ANTONIO ENRIQUE
Archivo: IDEAL, Página 5, 20/Sept./1997 (Archivo GUIL ©2025)

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